La habitación no es
muy grande, pero tampoco resulta pequeña. Quizás la alfombra de estampado
floral, de tonos verdes y granates, ensancha el espacio, ya que cubre casi todo
el suelo. Las losas grises a las que no alcanza la alfombra hacen de marco a la
habitación, como si fuera una isla de tierra en medio de un océano plateado de
bruma. Enfrente de la puerta, lo primero
que se ve al entrar, es una litera de metal, como las de una vieja casa de
campamentos. A mano izquierda, haciendo guardia en la pared, se alza un
solemne, noble y silencioso armario. Impone su madera de nogal, su aspecto
firme y recio y la historia de sus años. A mano derecha unas cortinas ocres
cubren una ventana.
-Es la habitación con
mejores vistas -comenta
Luisa. Se apresura hacia la ventana y descorre la cortina- ¡Tachán! ¡Vistas a
la sierra! -se
pone a un lado y señala la ventana como una azafata.
-¡Qué bonito! -exclama María. Se
abalanza hacia el marco de la ventana, repintado de color chocolate brillante- ¡Mira, Juan! -le alarga el brazo y
le invita a que se acerque. Le hace un hueco junto a la ventana.
-¡Y al gallinero! -dice Juan asomándose
un segundo y regresando al interior de la habitación- ¿No hay persiana?
-No -contesta Luisa, y
añade con una sonrisa-:
Así entra mejor la luz. ¡La luz es vida!
-¡Y aquí seguro que es
maravillosa! -comenta
María, dándose la vuelta y descansando los dos brazos en el alféizar-. Desde la ventana de
nuestra habitación de Madrid solo vemos el patio interior: la lavadora, la
escoba, el tendedero...
-Pues, prima, disfruta
esta semana de las vistas-le
dice Luisa, siempre sonriente-.
Además-continúa
con tono de sorpresa-,
como da al este, ¡el Sol inundará la habitación!
-¡Buf, he olvidado mi
antifaz!-
exclama Juan llevándose las dos manos a la frente.
-¿A qué hora amanece? -pregunta María con
ojos ilusionados y las manos juntas en el pecho.
-Lo sabréis por el
canto del gallo-contesta
Luisa con el mismo brillo en los ojos.
-¡Qué gozada! -se alegra María- ¡En Madrid sólo se
oyen coches, obras y ambulancias! -se
gira hacia Juan, mirándole excitada.
-Yo no creo que oiga
al gallo -tuerce
una sonrisa fugaz y después, en milésimas de segundo, su boca regresa a una
cara adusta.
-Es que él duerme con
los tapones -le
aclara María a Luisa.
-Es que María pone la
lavadora de noche -se
excusa Juan.
-Porque la luz es más
barata a esa hora-
dice María a Luisa, buscando su aprobación.
-Y el centrifugado se
oye más a esa hora también-
añade Juan con una expresión neutra y mirando al techo.
-¡Qué exagerado eres!
Si a las once ya ha acabado! -le
replica María. Después mira a su prima y le dice: - Es que le gusta leer
en la cama.
-Pues si eliges la
litera de arriba, -le
comenta Luisa, muy animada, a Juan-
aquí tienes una lámpara para leer. Voilà!
-enciende
una lámpara de flexo que está colgada en la pared, por encima del cabezal de la
litera. La enfoca hacia ellos a la vez que se oye el crujido del brazo metálico
al girarlo y moverlo.
-¡Uy, lo que le has
enseñado! -dice
María, con la ilusión recobrada -¡Se
quedará leyendo hasta las tantas! Y a la mañana siguiente no habrá quien lo
despierte -María
le da un beso en la mejilla a su novio.
-El gallo y las gallinas
me darán los buenos días-
dice Juan con una sonrisa mustia.
-¡Ah, pues sí! -comenta Luisa- Coqui, el gallo, lo
canta todo: los cuartos, las medias, las en punto..., todo. Es joven y vigoroso.
También oiréis el jolgorio de las gallinas. Las tiene loquitas ya de buena
mañana. ¡Les da una caña! Me lo han comentado los amigos que han dormido aquí.
Se contagiaron del brío matutino del gallinero - Luisa lanza una
mirada picante a su prima y las dos estallan en risas durante un buen rato. Las
dos, con las manos debajo de las axilas y los codos hacia fuera, se pone a
imitar el revoloteo de las gallinas, dando brincos en redondo por la habitación.
Gritan, cacarean, sacuden el cuello... Al final se sientan en la cama baja de
la litera, medio mareadas, despeinadas y con la respiración agitada.
-¿Lo oyes, Juan? ¡La
marcha de las gallinas con el gallo! -le dice María, secándose las lágrimas de la risa.
-Lo oigo. -dice Juan mientras coge
con el índice y el pulgar una punta de la manta de la litera, como quien coge
un pañal cagado.
-Os he puesto esta
mantita. -Luisa,
ya de pie, planta la palma de la mano, bien abierta, sobre la manta de la
litera de arriba-
Abriga lo suyo. Seguro que con esto tenéis suficiente. Si tuvierais frío, hay
tres o cuatro mantas más en el altillo del armario.
-Mmmm, huelen a
montaña-
dice Luisa, tumbada en la litera de abajo y con la nariz sumida en la manta.
-Huelen a humedad-sentencia Juan.
-Sí, a tierra empapada
de lluvia. -dice
Luisa aspirando el aire de la habitación, con los ojos cerrados- Mmmm, ¡qué recuerdos
de infancia!
-¡De cuando íbamos a
por leña!-
exclama María.
-Y se nos cruzaba una
liebre-
recuerda Luisa.
-¿Hay liebres?-pregunta sobresaltado
Juan.
-¡Y conejos! -asegura María.
-¡Y jabalíes! -añade Luisa.
-¿Jabalíes? -le pregunta alegre
María.
-A lo mejor, con algo
de suerte, mañana vemos alguno. -dice
Luisa-
El vecino se cruzó con una familia de jabalíes la otra noche.
-¿Salen de noche? -pregunta Juan.
-Muchas veces- le contesta Luisa. -Por cierto, aquí
tenéis un juego de toallas. -Les
saca unas toallas del armario.
-¡Ay, son las de la
tía Jimena! -dice
María.-
Mira, Juan, llevan la J. Como tu inicial.
-Qué bien... -dice Juan, sin mover
una ceja.
-Sí, pensé que os
gustaría-
comenta Luisa satisfecha.
-¿Tu tía Jimena es la
que tiene 80 años?-pregunta
Juan a María.
-No, la mayor- le saca del error.
-No me digas-dice Juan- que estas toallas
son de su ajuar, de cuando se casó.
-¡Ojalá!-dice María- Aquellas eran
preciosas, pero se las quedó la prima Natalia.
-Pero estas también
tienen su historia. -interviene
Luisa-
Son las de las bodas de plata.
-Fantástico...-susurra Juan.
-¡Ay! ¡Qué bien vamos
a estar! -suspira
María embelesada.
-Bueno, os dejo que os
acomodéis. -dice
Luisa-
En el armario hay perchas. Pero si necesitarais más, me lo decís y os las subo,
¿eh?
-No te molestes -la corta Juan.
-Yo me voy a
descalzar, que estoy cansada de tanto coche -se queja María.
Juan mira los pies de Luisa, que ya
están descalzos encima de la alfombra. Mira los pies, mira la alfombra y
finalmente mira la manta.
-Bueno, -se despide Luisa desde
la puerta -os
esperamos abajo para la cena. Prontito: a las ocho. ¡De primero un buen plato
de cardo con jamoncito frito! Y de segundo... ¡lengua de toro estofadita!
-¡Ay, cuánto te
quiero! Estás en todo -María
patalea rebosante de felicidad. Juan se fija en sus pies. Los ve a cámara lenta,
ve cómo repiquetean en la alfombra una y otra vez. Le viene a la mente un
documental sobre el pisado la uva.
-Sabía que te
encantaría-
Luisa le guiña el ojo.
-Hace miles de años
que no como eso, prima.
-¿Y tú, Juan? - le pregunta Luisa a
su novio.
-Nunca he tenido la
osadía de probarlo-
contesta sin levantar la cabeza.
-Pues te va a sorprender
-le
dice María, tumbándose de nuevo en la cama.
-No lo dudo -susurra Juan.
-Bueno, parejita, os
dejo-
se despide Luisa. -
¡Hasta luego!
-¡Hasta luego! -dice María,
acomodándose en la litera baja, mientras rechinan los muelles.
-¡Hala, adiós! -dice Juan-.
La puerta se cierra y les deja a los
dos a solas.
Juan se acerca a la ventana y
contempla el gallinero.
Luisa se pone de pie con agilidad. Abre
la maleta, se pone a canturrear mientras va colgando alegremente la ropa en el
armario: un pantalón, tres camisetas, otro pantalón, un chubasquero... Cuando
ya lo ha ordenado todo, cierra la maleta, hueca como un coco sin agua, y la
deja en un rincón de la habitación. Sonríe, satisfecha. Ya lo tiene todo en su
sitio. Todo bien colgado para que no se arrugue nada. Al girarse, ve a Juan de
pie, de espaldas a ella, mirando por la ventana. ¡Qué bonita la sierra
enmarcada por la ventana! ¡Qué hermosura! ¡Y el olor a la naturaleza, a tierra,
a campo! ¡Y ese talle masculino de su novio! Esa silueta de espaldas anchas,
aunque ahora algo encorvadas... Juan debe de estar algo cansado... Es que han
sido muchas horas al volante, las de su novio. Y ante un paisaje como ese se ha
quedado traspuesto, seguro. Ya se lo dijo ella, ¡te va a encantar! ¡Ay! ¿Lo
ves, alma de cántaro? ¡Si es que tienes que hacerme más caso! ¿Valía o no valía
la pena saltarnos los días de barbacoa con tus amigotes? ¡Si es que no tiene ni
punto de comparación! Ahora mismo yo estaría aburridísima de la vida. Tú y tus
amigos jugando al fútbol o hablando de trabajo... Y yo, mientras, mirando el
móvil. Vale, sí, que eso es porque yo quiero, que no me sé relacionar... Pero
te lo he dicho mil veces, amor. Las parejas de tus amigos son todas unas tontas
y unas estiradas... Pero bueno, la cuestión es que estamos aquí y no allí.
Seguro que estás boquiabierto contemplando el paisaje. ¡Si no te has movido de
la ventana en todo el rato! ¡Ni si quiera has abierto la maleta! No me extraña.
¿Vaya vistas, eh? Y no me lo vas a querer reconocer. Pero da igual, te conozco
bien. Estos silencios tuyos valen más que mil palabras. Qué contenta me puse
cuando al final preferiste visitar la aldea de mis abuelos maternos. La verdad
es que te exageré lo del estado de salud de mi abuela... Una mentirijilla
piadosa... Bueno, tampoco hace falta que te la desmienta ahora. O sí, no sea
que en la cena metas la pata. Pero primero voy a abrazarte. Estás tan guapo
así... ¡Para el próximo puente te propondré ir a ver la otra aldea, la de mis
abuelos paternos! ¡Ay, Juan, cuánto te quiero!
María se acerca, lo abraza por
detrás.
-Cariño -irrumpe a hablar
María-,
¡qué vistas! Cuando volvamos a Madrid tenemos que buscar otro piso, con mejores
vistas. Ya sé que en Madrid es difícil, pero yo qué sé... Un parque o un árbol
de la calle. Yo me conformo con un arbolillo...
Juan permanece inmóvil. Nota
ligeramente el abrazo como si fuera un perchero al que le han colgado un
tabardo de paño pesado. No mueve un músculo. Está rendido, no le queda energía.
Tan solo es capaz de mover, como mucho, el pensamiento, y eso sólo a marcha lentísima.
Musita para sus adentros muy poco a poco: "¡Siete días! ¡Siete días... para
volver a Madrid!".